Cuando ocurren grandes desgracias, siempre recordamos lo que nos encontrábamos haciendo en el momento en el que nos enteramos. En el transcurso de mi vida “consciente” han ocurrido lo que para mí han sido dos grandes desgracias: los atentados a las torres gemelas en 11 de septiembre de 2001 y el ataque a los trenes de Cercanías de Madrid en 11 de marzo de 2004. No me olvido por supuesto de todas las víctimas del tsunami de Haití, del terremoto de Japón, de los atentados de Londres en 2005, de todos los aviones siniestrados o de todos los afectados por las grandes catástrofes tanto naturales como provocadas por el hombre. Sin embargo esas dos marcaron para siempre mi existencia.

El día que ocurrió la primera, tenía casi 12 años y acababa de volver de las vacaciones de verano con mis padres. Esa tarde, después de comer, había empezado a montar la maqueta de un avión de madera. De repente escuché como mi madre me llamaba y al llegar al salón vi en la televisión lo que parecía una superproducción americana de esas con efectos especiales supermillonarios. Por desgracia no era así. Casi 3.000 personas perdieron la vida ese día. Diez años después tuve la oportunidad de estar allí y aquello me causó una sensación que todavía no he conseguido definir. Es como si algo de todas esas personas hubiera entrado dentro de mí para quedarse de por vida. Nunca olvidaré esa sensación.

Tres años después fuimos los españoles los que sufrimos un ataque a nuestro orgullo. 191 personas fallecieron por culpa de las 10 explosiones que se produjeron en cuatro trenes diferentes. No hablaré de culpables, lo importante sin duda son todas las víctimas. No sólo fallecidos, también heridos y familiares.

Hace ocho años, desgraciadamente, yo no estaba en España. Era ya toda una adolescente y me encontraba en Estrasburgo (Francia) realizando un intercambio de tres semanas con una chica francesa. Allí madrugaba mucho, y no tenía Internet en el móvil como ahora, así que hasta que no llegué al instituto no pude enterarme de nada. Recuerdo cómo uno de los bedeles, al oírnos hablar español y ser consciente de que éramos estudiantes de intercambio, nos preguntó si no nos habíamos enterado. ¿Enterarnos de qué? Pensamos. Cuando nos lo dijo nos miramos, y corrimos a la biblioteca en busca de una conexión a Internet. No puedo olvidar el vacío que sentí cuando leí aquel titular que no soy capaz de recordar. Inmediatamente después llamé a mi casa. Todos estaban bien. Mis compañeros hicieron lo mismo, y hasta que cada uno no hubo hablado con sus familias, ninguno de nosotros estuvo tranquilo.

Jamás desaparecerá de mi mente aquella mañana, pegada a la pantalla del ordenador y actualizando las páginas de los periódicos digitales cada 15 segundos. Como española no me perdonaré nunca no haber estado aquí. No habría cambiado nada pero yo me habría sentido más cerca de la gente.

Quiero utilizar estas líneas para que a ninguno se nos olvide lo vulnerables que somos y lo expuestos que estamos a las desgracias. Que de alguna manera todas esas vidas perdidas nos sirvan a todos los que seguimos aquí para enfrentar nuestro presente de otra manera.

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